Sonrisa, luna.
Al cruzar el umbral del bosque pareció que ella avanzara kilómetros en el espacio, directa a la dimensión más desconocida. Nada le devolvía su negrura espesa, solo vacío, solo la negación más absoluta, por eso permaneció ahí unos segundos, indecisa. Los gemidos y pasos desorganizados de las vacas de la señora Josefina, las que aún no dormían, se deshicieron con la calma del bosque. Los fuertes ronquidos de su marido, Jeremías, se estrellaron contra las hojas de los pinos, que murmuraban con el viento, chocando unas con otras. Se preguntó si, de ladrar Laica a aquellas vacas para imponer orden y silencio, hubiera traspasado el sortilegio entre los troncos y hubiese podido escucharla. Porque nada del pueblo llegaba a ese lugar, estaba sumido en el más absoluto silencio.
Aquella primera fila de árboles no solo acababa con todo sonido foráneo; la espesura de las hojas, la disposición de las ramas, el recorrido sinuoso de los troncos gruesos, bloqueaba el fulgor de las llamas de los farolillos y la antorcha de Bastián, el sereno. No: allí en la noche solo brillaba la luna, y solo el viento venía para acariciar con suavidad las piedras incrustadas entre el barro.
El chasquido del agua de los charcos al caminar sobre ellos era lo único que la niña podía escuchar entre la bruma ligera en la que se reflejaba la luz de las estrellas. Finalmente se había decidido a penetrar en aquella calma perpetua, preguntándose cómo Jeremías podría roncar tan plácidamente, en una casa construida tan cerca de los límites del bosque. Según seguía caminando y sus ojos se acostumbraban a la falta de luz, comenzó a apreciar los reflejos de la luna en las hojas goteantes de los árboles. Los grillos no cantaban en ese bosque. Tampoco se escuchaban los murmullos de los búhos ni otras aves, ni siquiera el aullido de los lobos. No te acerques al bosque de noche, pequeña, le advertía su padre cada vez que ella lo señalaba, cada vez que la orientación le decía que allí debía estar, aunque no pudiera verse, ella lo señalaba con consistente precisión, y su padre le repetía justo después las mismas palabras. Pero el padre de la niña ya no estaba en este mundo para poder advertirla, solo su madre vivía. No encontró más aviso en su camino que el de los árboles, que susurraron su nombre entre los suspiros del viento. Ella siguió caminando.
Entre el pueblo se decía que aquel bosque se tragaba lo vivo en la noche, para expulsarlo en el día como un espejismo. Nadie cazaba en ese lugar, nadie permanecía en él después de ponerse el sol. Nadie creía en esa leyenda, pero nadie tentaba a la suerte, nadie había entre el murmullo de riachuelo y helechos más que la niña, que, confundida, seguía avanzando sin rumbo concreto. Las ramas partidas en la tierra con la suela de sus zuecos. El vapor de lluvia que asciende y recuerda a la tierra removida y fresca de los cultivos recién arados. Allí nada había cultivado, todo era salvaje.
El camino se bifurcó ante la pequeña. Y había visto el mismo cuadro antes, meses atrás cuando su padre la llevó al pueblo cercano para vender leña. Nunca taló el padre ni una rama del bosque en el que ella miraba la separación de caminos. Meses atrás cogerían el izquierdo, pero ahora, en el derecho relucía con fuerza la dulce canción de lo desconocido. Era un camino angosto y escondido: tapado por malezas y ramas de zarzas, sembrado de cardos en su entrada, y las ramas de los árboles bajaban para hacerlo estrecho, y difícil de caminar. Más allá de aquel portón de la naturaleza solo existía lo negro, solo la soledad más desesperada, un umbral en el que la niña perdía su mirada y de la que no podía despegar. Su cabeza le aconsejaba tomar el otro camino, pero se veía incapaz de elegir, el corazón le guiaba aquella noche.
El camino era difícil, resbaladizo por las continuas gotas de lluvia que caían de un cielo encapotado de ramas y espinas, que convertían la noche en total. Las ramas de zarzas se arremolinaban más y más por encima de la niña según se adentraba en lo profundo, asfixiando el aire con sus púas, obligándola a avanzar despacio y de cuclillas, y ella estaba serena, incluso cuando los aguijones vegetales desgarraban su piel y sus ropas.
No era todo oscuro en aquel túnel de lodo. Entre las ramas y troncos a veces se abrían oquedades negras de las que surgía un extraño brillo amarillento. El olor, de la tierra y la hierba fresca, se convertía en lodo y podredumbre. La niña sentía unos ojos clavados en su nuca. No debería estar allí, no es lo que su padre le dijo, pero la empuja el instinto. También le pareció sentir una tenue respiración, justo detrás de ella, por eso se detuvo. Solo el rumor de los árboles, el silbido del viento que se colaba entre las rendijas. Ni rastro de nada vivo, no aves, no insectos, tampoco había respiración. Pero bastaba con que reanudara la difícil marcha para volverla a escuchar, hasta tres veces paró, y no encontraba nada detrás de ella. Pero la presencia, los ojos, no dejó de sentirlos.
Siguió caminando a tientas, hasta que el suelo se vino abajo a sus pies. Rodó por la pendiente que se formó, y siguió hasta que la tierra húmeda detuvo la caída y la dejó tirada y dolorida en un pequeño recodo iluminado por la luna. Se incorporó en la tierra fresca, rodeada de flores marchitas que desprendían un fuerte olor a ceniza. Los pinos altos y casi desprovistos de hojas no tapaban la fuerte luz blanca y rojiza que emitía el cielo y sus estrellas, un cielo rico, lleno de brillos y matices, solo limitado por las paredes verticales de roca que delimitaban el lugar. Surgió un olor a podrido, uno procedente de una charca a su derecha, de la que brotaban zumbidos de mosquito y croares de rana, un agua de una espesa capa verde. La niña retrocedió cuando un insecto se posó sobre su rostro, y al girarse hacia el fondo de aquel retiro, vio la casa. Una choza, formada por hojas, ramas, huesos y barro, una luz de vela en su ventana. La niña aún podía correr. Tenía tiempo.
Poco a poco, la puerta comenzó a moverse hacia afuera, crujiendo en su recorrido con mil notas de madera rota. Una figura a contraluz, primero su mano, luego su cabeza, después el resto del cuerpo, recibió a la pequeña. Una figura esbelta, de sombra encorvada. Una mujer bella, de alma tan vieja como el bosque que las rodeaba. Cuando la figura caminó hacia la niña, el cielo pudo iluminarla. Uñas rojas, gruesas y torcidas como garras. La niña estaba paralizada, y la mujer, que se detuvo a escasos metros, la miró con ojos negros sin pupila. Lentamente, una sonrisa torció su cara, mostrando una hilera de dientes finos y afilados. Una sonrisa bella, apacible. La niña, de pronto, abrió los ojos con asombro, y empezó a caminar hacia la mujer.
La luna estaba pletórica. Todas las veces que la niña miró y señaló hacia el bosque, aunque ella no pudiera verlo... Y su padre le decía, no te acerques al bosque de noche, pequeña, pero su padre ya no estaba en este mundo para poder advertirla, solo su madre vivía.