Casiopea.


No sé por qué, al escuchar las campanadas de la iglesia, me he acordado de Casiopea, tu constelación favorita. Sólo son cinco puntos, pero siguen allí en el cielo, hermosos. Siempre me señalabas a Casiopea en el cielo, con una orientación innata, como si formaras parte de aquellos brillos en la noche. Sólo son brillos en la noche, pero seguirán allí, siempre. Perennes tras las nubes.

¿Qué fue de todo lo que pensé que sería eterno? Cuando era niño, la vida poco a poco ganaba complejidad y emoción. Cada año, descubría una travesura nueva a escondidas de mis padres, y me sentía vivo. Me sentía... vivo. De cara al viento que sopla fuerte e inconstante, rebusco en el bolsillo del abrigo el paquete de tabaco, y rebusco entre mis recuerdos el momento exacto en el que la euforia se estancó y pasó a ser algo más amargo y denso, como el aire que no se ventila a lo largo de los años, y empieza a pesar después de los fracasos, de los traumas que me acabaron llevando a más malas decisiones.

Y, pese a todos los caminos mejores que pude haber cogido, soy yo el que está hoy aquí, escuchando sin compañía el tañido de las campanas que, en esta plaza, se convierte en un estruendo. Hace muchos años ya de las travesuras inocentes, juveniles y sexuales que escondí a mis padres. ¿Te acuerdas de alguna? Ellos están aquí, también, pero no están. Me miran, se preocupan, yo aparto la mirada y les digo que estoy bien, me tiembla el pulso y se me rompe la voz, pero lo digo igualmente, estoy bien, les digo en alto y más fuerte, y luego les pido disculpas, por saber que ellos saben que yo sé que miento. Pero nadie levanta la mentira. Sólo me miran. Y les respondo con caladas de cigarro.

Me prometí a mí mismo que no volvería a fumar. No sé por qué, acorralado por las campanas de la iglesia, he sentido la necesidad repentina de abrazar el mismo vicio que abracé la noche en la que tú te dormiste en mis piernas, en aquella cama de hotel desde la que se escuchaban las olas, en la que la brisa marina movía las cortinas translúcidas que guardaban tu desnudez de las estrellas. Sentado en la cama, esa noche no me acosté a dormir, porque no quería terminar con la belleza de tus ojos cerrados. ¿Era demasiado para alguien como yo? Y tú y yo, ¿qué llegamos a ser? ¿Cómo podemos medir algo tan desbordado, si todo el sentimiento que tuvimos lo derrochamos según llegaba a nuestros labios o las manos, si todas las miradas que tuve te las regalé a ti? ¿Un amor vale los éxitos que produce? Pero no te di hijos. Nunca nos casamos.

Las campanas siguen resonando. Después de aspirar el cigarro lo resguardo del viento detrás de mí, mientras un anciano pasea con sus dos nietos... uno señala hacia las campanas y dice algo que no puedo escuchar. Sus ojos tienen tanta luz, tanta vida y tanta magia. Y por él vuelvo a mis recuerdos. Al final, no hice historia, no fui nadie importante, no inventé nada. Sólo tengo un sentimiento que no tiene dónde desbordarse, un derroche que no ocurre, y se queda ahí. Se queda ahí.

Estoy bien, digo en alto otra vez, con tono desesperado. Nadie me responde, ni siquiera tú. ¿Estáis realmente aquí? Los pájaros que trinan en los árboles, ¿sois vosotros? La sonrisa de ese niño, ¿seréis sus dientes pequeños? ¿Os ocultaréis en el brillo de las estrellas? Y tú, ¿me arroparás por la noche en las mañanas que me despierte descansado? Quiero creer que sí. Mis padres descubrieron mis mentiras cada vez que escuché las campanas de esta iglesia... es sólo que no esperaba oírlas otra vez. No esta vez. No para ti. Porque las otras veces estabas conmigo. En el bolsillo más egoísta de mi alma, quería que fueras tú quien escuchara mis campanas, para escucharte mentir, y responderte sin decir nada, sin tocarte, con el sentimiento desbordado en la sábana cada mañana que te despertaras descansada, en cada sorbo de café caliente durante las mañanas frías. Quería ser el trino de tus pájaros... ¿pero qué le voy a hacer, si la última bocanada de mi derroche la gasté en la sonrisa fugaz que dibujé cuando caí en la cuenta de que yo, siendo tan idiota, siendo nadie, acorralado por tantas malas decisiones, tuve un amor que no sé si llegué a atesorar como lo hago ahora?

Esa sonrisa voló, y el sentimiento se quedó aquí. Estancado. Maldiciendo, quizás, todas las veces que pude haber saboreado mejor cada momento de ayer. Y es que es éso, lo he encontrado. El desengaño no vino con la edad ni las responsabilidades, sino con el primer tañido de estas campanas, cuando me di cuenta de que lo que fue ya jamás lo tendría de nuevo. Los años pasan, todas las historias se acabaron, ¿pero qué hay de mí? ¿Por qué yo, el menos apto y más derrochador, desordenado, tiene que escuchar los trinos de los pájaros que haces cantar para hacerme compañía?

La herida no la hizo la vida, la hizo el ayer. El sentimiento se estanca, pero el ayer sangra más cuanto más se distancia de mí. ¿Y tú, seguirás conmigo? Las campanas han dejado de tañer, y todavía sigo sujetando el cigarro moribundo entre los dedos. Sé que sí. Vives en los trinos de los pájaros que escucho pese al viento, igual que mis padres. Te encantaba mirar la constelación de Cassiopea. Ahora en ella sólo podré ver tu sonrisa, sé que no estás bien, me dirás desde allá. Y no me quedará otra que continuar esta aventura extraña, cada vez que vez que te señale en el cielo y reciba el sentimiento desbordado que me has dado siempre.

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