La fea.
Te diré lo que pasó. El martes pasado se murió alguien cercano a mi padre, Rodrigo, un amigo suyo de toda la vida. Para que te hagas a la idea, yo de pequeño le llamaba tío Rodrigo. La cosa es que hacía como veinte años que no veía al señor, ya ni me acordaba de él, pero como mi padre está enfermo, me pidió que fuera yo al velatorio a dar el pésame por parte de los dos y esas tonterías. Un marrón de cuidado, vaya.
Ahí me planté, estaba yo solo, claro, y no conocía a nadie. La gente hablaba entre ellos de cosas típicas, lo buena persona que era ese tal Rodrigo, lo mucho que le echarán de menos, todo lo que te podrías encontrar en un manual de temas recurrentes en un velatorio, pero oye, al menos se conocían. Yo estaba quieto y solo en un rincón, con un donut en la mano y café en la otra, mirando a sitios aleatorios de la habitación, yo qué sé, el florero, que era bonito, el jarrón de cerámica que tenía cerca, o me preguntaba cuánto habría costado alquilar esa habitación con tanto lujo durante veinticuatro horas. No sé, yo hasta me olvidé que había ido a ese sitio a dar el pésame, y cuando me acordé, habían pasado veinte minutos por lo menos y ya me había amalgamado con el entorno, no era ya un cuerpo extraño, sino el matao que estaba ahí quieto y era inofensivo. Vi a una mujer de negro, llorando, y fui a darle el pésame, pero esa no era la viuda, sino una señora que al parecer no era ni siquiera familia. La viuda estaba al lado del cristal donde exponían al muerto, rodeada de gente, y te juro que en mi vida, pero en mi vida, he visto a una persona más horrible. Era un conjunto de cosas. Los ojos los tenía grandes y salidos para afuera, con ojeras, no, con bolsas debajo. La boca era grande, pero cuando la abría, no se le llegaba a ver el diente, era todo encías. Bueno, qué decir. Cuando fui a darle el pésame, me quedé sin palabras, apenas me salió un hilito de voz diciendo que lo sentía, pero te juro que me salió tan de adentro que creo que lo que sentía es que ella fuera tan difícil me mirar. Creo que me preguntó quién era yo, y diría que le respondí, pero ni me acuerdo. Me retiré en seguida, qué vergüenza.
Ahí ya me podría haber ido, ya cumplí en nombre de mi padre, pero como no había comido con tanta ida y venida desde el hospital, me apetecía otro donut. Y pegado a la pared, solo, al lado del jarrón de cerámica caro, me puse a comer despacio mientras contemplaba la escena. No sabía si era la falta de pelo, el color de piel agrio con las manchas, las encías, joder, las encías, o que estuviese en los huesos. Cuando la veía de perfil, apreciaba mejor la forma del mentón, salido para afuera, y me puse a pensar si a ella la conocí siendo niño, pero es imposible, porque la hubiese recordado seguro. ¿Y cómo un hombre podría haberse casado con alguien así? Tampoco es que el hombre fuera un portento, pero al menos tenía una cara asumible. ¿Cómo de bajo se puede caer para aspirar a algo que podría pasar por cadáver? En ese momento me puse en la piel del señor Rodrigo, ahí plantado, tieso como si fuera un decorado más, teniendo como última imagen del mundo vivo la cara de esa mujer. No conocí personalmente a ese Rodrigo, pero siendo amigo de mi padre, apuesto a que nunca hizo nada que mereciera ese castigo.
La cosa es que, cuando me di cuenta, ya hacía rato que me había acabado el donut y llevaba mirándola sin parar por lo menos otros veinte minutos, no te exagero. Me sorprende que no se hubiese dado cuenta. Cuanto más la veía interactuar con la gente, más matices podía sacar de ella, como ese gesto permanente en su boca de estar oliendo un pedo, y hablando de oler pedos, te juro que lo que estaba sintiendo mientras la miraba era algo parecido a cuando te tiras un pedo oloroso, uno del infierno que debía llevar días estancado en el culo, lo notas desagradable, y, aún así, sin saber por qué, vuelves a olerlo, para notar ese matiz putrefacto, algo que un olor bonito no podría aportar nunca. No te rías, era como estar viendo la peor película del mundo y aún así no cambiar de canal. Al día siguiente madrugaba y tenía cosas que hacer, yo no sé aún qué leches estaba haciendo allí.
Después de algo más de una hora, me había convertido en una extensión de una de las mesas y me había adueñado por antigüedad de una bandeja entera de dulces. Sin querer, escogí una posición estratégica en la habitación que me permitía poner la parabólica en todos los cuchicheos de las esquinas, ya sabes, esos rumores jugosos y traviesos que no se deben decir y mucho menos en el velatorio del afectado, pero precisamente por lo prohibido, son tan tentadores. Perdona, me explico. Había una señora que en vez de donuts, allí se alimentaba del salseo. Alguien le comentó en una esquina sobre los problemas económicos que estaría pasando la familia en esos momentos, algo de un negocio que salió mal, pero, tras varios cotilleos del estilo menos interesantes, esa señora engullió el poder marujero y pasó a vomitárselo a otros grupos en diferentes momentos, y al principio repetía lo que le habían dicho, pero poco a poco empezó a venirse arriba hasta acabar insinuando que habrían podido haber cuernos en la relación poco antes de que el señor Rodrigo, que en paz descanse, estirase la pata. Obviamente el infiel sería el marido, no iba a ser el adefesio, pero, aunque no le faltaron motivos para cualquier infidelidad justificada, no sabría decir si ese último rumor, al igual que otros tantos cada vez más fantasiosos, eran verdad o una improvisación fascinante de la señora. Allí se quedó, de un lado para otro, hasta que no encontró un nuevo grupo que parasitar con más cotilleos.
Sin embargo, yo sí me quedé, con una bandeja nueva, mirando a esa mujer, y cómo no mirarla, ¡qué capacidad para atraer el ojo de forma descontrolada! ¿Te he mencionado los dientes pequeños, no? Encima estaban desalineados. Esa mujer era lo más desagradable que había visto en mi vida, era horrible, fea, era muy fea. Fea con ganas, como si hubiese sido un experimento científico, y durante un buen rato quise encontrar alguna marca de operación, no fuera a ser que hubiese tenido un accidente terrible y el cirujano hubiese reconstruido su cara lo mejor que pudo.
Entonces conocí a la hija. Yo no sabía que esos dos hubiesen sido capaces de tener hijos, pero ahí estaba, y qué hija. No tenía sentido. Era, con diferencia, la chica más guapa de toda la sala, no, no, ¡de todo el edificio! Qué proporciones, y todas las curvas sutiles y en su sitio. No sé de dónde heredó esas curvas, porque la madre desde luego no las tenía y el padre sólo tenía la de la barriga. Era preciosa, joder. Qué ojos. Qué melena. La chica se quedó junto a su madre desde que llegó, y verlas juntas era peor, porque el contraste me golpeaba en la cara y me dejaba drogado. Era incluso más divertido ver a la mujer al lado de alguien tan despampanante.
Así que, con media jarra de café en la mano que nadie parecía querer, con la bandeja de dulces casi terminada y después de hacerle gestos al camarero que pasaba por allí para que trajera otra, me puse a reflexionar un poco sobre la vida. Sí, tío, es que estas vivencias dan para pensar. ¿Cómo podía ser que un hombre feo y una gárgola hubiesen podido engendrar a alguien tan hermoso? Me planteé que fuera adoptada, pero llevando tanto tiempo en esa sala uno ya tenía fichados a los hermanos, a los primos y a los sobrinos, y sabía diferenciar quién era hermano de esa mujer y quién el cuñado, y a ver, haciendo triangulación, como los satélites, llegué a la conclusión de que esa chica no era adoptada, compartía demasiados rasgos. Y quién me iba a decir, no, les iba a decir a toda esa familia que, de todos los hermanos, ella, esa mujer tan fea, tan mal hecha, esa vagancia de ADN humano, iba a ser la que sacaría tal hermosura.
La cosa es que, cuando me quise dar cuenta, ya tiempo después de que hubiese cenado guarrerías y café, la hija no estaba. Se había ido, llevaba tiempo ausente y no volvió a aparecer. Me dio pena porque ya no podía compararlas más, pero quien yo quería que siguiera en aquel sitio, seguía, bien quieta y bien lejos, y me alegro, porque de haberse acercado, me hubiese puesto nervioso. Diablos, para mí en ese momento esa mujer era una estrella del pop, una actriz famosa, una persona importante en mi vida, podría decir. Te ríes y no me entiendes, pero de verdad que me marcó. Una cámara jamás habría adorado tanto a una persona por los motivos más erróneos. Pero qué fea que era. Y cómo me castigaba mirándola, hasta el punto en el que ya no era un castigo, era más bien un deporte de competición, un estudio científico, me sabía cada arruga suya, y tenía en la cabeza una lista larga de cosas que no debían estar en el sitio en el que estaban o que eran demasiado grandes o pequeñas. La gente ni se acercaba a mi mesa, porque ahora era un mueble más de la habitación, probablemente. Apuesto a que ni me veían, ni se acordaban ya de que había una mesa allí. Me imaginaba arraigado a ese lugar, siendo un mueble más u otro muerto expuesto, como el señor Rodrigo, estando los dos tiesos y en aquella estampa. ¿Y qué pensaría ese pobre hombre de saber lo que yo estaba haciendo? ¿Tú crees que se hubiese molestado, o me hubiese entendido, asintiendo y mirando hacia arriba, como si hubiese asumido su cruz hace mucho? Pero qué cruz ni qué cruz, si la más bella de las famosas no podría atraer la mitad de las miradas que atraía su mujer. Rodrigo me hubiese entendido. Ese hombre era un cráneo de otro nivel, y supo ver más allá.
A eso de la una y media de la mañana, los últimos se empezaron a marchar. Escuché que su hermana quería quedarse con ella, pero ella se negó y tampoco quiso irse. Se quedó sola, quiero decir, me quedé a solas con ella. A solas. No te puedes imaginar la vergüenza que sentí de pronto, como si el aire alrededor vibrara y presionara contra las costillas. El camarero hacía tiempo que no establecía contacto visual conmigo, y me había vuelto a entrar hambre. La verdad es que no sé qué hubiera hecho si ella hubiese levantado la cabeza y me hubiese mirado, pero no me podía mover, ni siquiera habría podido apartar la mirada. Nos quedamos así, un rato. Ella pensando en sus cosas, yo pensando en ella, en todo lo que hacía mal, pero no despectivo, era como si, después de tanto tiempo analizando, hubiese llegado a ver el orden en ese caos de cara, había entendido su desplazamiento estético, resolví el rompecabezas, y me preguntaba si ella lo habría hecho adrede, si ella misma se habría moldeado de esa manera para querer lanzar un mensaje cifrado al bruto que tuviera estómago para descifrarlo. Pues yo lo descifré, estaba ahí todo ese tiempo y no me podía creer que fuera tan fácil, tan atrevido, intrincado, pero directo al mismo tiempo.
La cosa es que eran más de las dos, llevábamos a solas por lo menos cuarenta minutos, ella sin mirarme, y en ese momento de la vergüenza pasé a sentirme invisible, sentí que había desaparecido, lo juro. Como si fuera parte de la pared y de la mesa, otro jarrón menos caro, alguien no digno para ella. Me sentí insignificante, de verdad. Porque ella era fea, el cardo más puntiagudo del peor desierto, y aún así, ni siquiera se dignaba a mirarme más allá del breve contacto que tuvimos. Sentí que había hecho el ridículo, apenas contestándole nada con ese hilillo de voz. En verdad debía ser poca cosa si su mera existencia me había generado ese choque, no sólo es que ella dominara el caos, es que me había demostrado que yo no estaba a la altura.
Pero ya me conoces, sabes cómo soy. No podía dejarme aplastar, tampoco, tenía que recomponerme. Debía demostrar, no, no es cuestión de demostrar nada, sino de caer, de estrellarse con dignidad, porque, ¿qué podía hacer ante alguien tan exótico y magnífico, con un aura semejante? Mi dignidad iba a suponer en ese momento la posibilidad de dejarla de ver para el resto de mi vida, pero si dejar de mirarla iba a ser el precio por no arrepentirme, debía pagarlo. Me costó tiempo mentalizarme para mover un puñetero músculo. Te juro que cada paso que di se me hizo un mundo, no entiendo ni cómo los pude dar. Cada vez estaba más cerca de ella, y me faltaba el aire, me apretaba la garganta y pensé que me caería en cualquier momento. No podía hablar con un hilo de voz otra vez, y al mismo tiempo, me era imposible siquiera hablar. Era un salto de fe, básicamente.
Cuando me aproximé hasta su lado, por fin, me miró, como si todo hubiese sido un juego. Sólo ella y yo en la sala, un duelo del oeste, con el jarrón de cerámica, la bandeja de dulces vacía y el bueno de Rodrigo como testigos. El choque de miradas por poco me tira al suelo. Quieto, cauteloso, debía preparar mi mano para desenfundar el disparo. Me tomé mi tiempo para reunir fuerzas, y, sin más, le confesé lo profundamente enamorado que estaba de ella.
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