El influjo feminista de las brujas.
¡A las muy buenas! ¿Hacemos un ensayo especial relacionado con el 8M? Fíjate si va a ser especial, que ni siquiera va a ser mío. ¡Como oyes! Hace millones de años, allá por el 2019, Jordi Costa y sus alumnos de crítica de cine (entre los que me incluía) publicamos un libro sobre cine formado íntegramente por nuestro contenido, llamado Orphanik IV, que yo que sé, a lo mejor te lo encuentras un día en una librería y quieres echarle un vistazo.
Hay bastante nivel en el librito, pero el artículo que más duro me pegó, por mucho, fue el de Rachel Her, cuya cuenta de instagram tienes en estas letritas rojas, para que le des amor y validación subiendo el contador de seguidores suyos en este mundo vacío donde un escaparate sobre nosotros importa más que nosotros mismos. Que la sigas y punto, coño.
En su artículo, comparó a las brujas, o mejor dicho, a las mujeres que gente gorda, cristiana y con la picha cortísima llamó brujas, con las feministas de hoy en día. ¡Y tiene todo el sentido! Al final, ¿qué era una bruja, sino una mujer que no encajaba en los cánones impuestos? En un mundo en el que las mujeres estaban supeditadas a la aprobación masculina, una de ellas liberada de cadenas, independiente y de pensamiento propio, debía ser algo terrorífico. Imposible de controlar para una mente tan acomplejada por una picha tan corta. Había que quemarlas.
La cuestión es que Rachel me ha dado el permiso para publicar su artículo y aquí lo tienes, de forma íntegra. Una muestra cinematográfica de lo que he visto que debe ser un orgullo para todas las mujeres que murieron inocentemente a causa de esos juicios sin sentido: sus ideas perduraron, y hoy son más fuertes que nunca. Te dejo con ello, ¡besis de fresi!
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El influjo feminista de las brujas.
En muchas y muy buenas películas la bruja es ese personaje antagonista, el "monstruo", que desencadena o influye en una historia cuya finalidad no es otra que la de entretener y deleitar como obra artística. Obras como Vampyr (1932) de Carl Theodor Dreyer, El proyecto de la bruja de Blair (1999) de Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, Expediente Warren (2013) de James Wan o Hereditary (2018) de Ari Aster, potencian la atracción por lo desconocido que explica el amor por el cine de terror de muchos espectadores.
Sin embargo, la bruja como arquetipo cinematográfico no es un monstruo cualquiera. El personaje femenino de ficción se ha destilado de una realidad histórica marcada por la desigualdad de género y la misoginia y por eso resulta especialmente interesante analizarlo desde el punto de vista feminista. Además del subtexto que se puede extraer de (casi) cualquier película de brujas hay algunas propuestas que deliberadamente han jugado a subvertir el concepto desde la negatividad misógina hasta el símbolo de liberación.
En las manifestaciones del 8M de los últimos años se han exhibido pancartas con el lema "somos las nietas de las brujas que no pudisteis quemar". Sin embargo esta idea de darle la vuelta al concepto de la bruja no es nueva.
En el día de Halloween del año 1968 se formó en Nueva York un grupo radical feminista formado íntegramente por mujeres que se hicieron llamar W.I.T.C.H. (Women's International Terrorist Conspiracy from Hell, en español Conspiración Terrorista Internacional de las Mujeres del Infierno).
Se apropiaron del imaginario de las brujas de cuento, asentado en el cine, para la puesta en escena de sus acciones de protesta. Vestidas con capas y vestidos negros, gorros picudos y escobas, representaban performances callejeras y el lenguaje de sus discursos se asemejaba a conjuros. Las W.I.T.C.H., consideradas precursoras de otros grupos feministas más duraderos como las Guerrilla Girls, lanzaron sus conjuros contra la guerra de Vietnam, el sexismo, las exigencias de la belleza, la educación sumisa de la mujer o el consumismo. En sus inicios llamaban a todas las mujeres a invocar a su bruja interior, o lo que es lo mismo: a despertar su conciencia feminista.
"Si eres una mujer y te atreves a ser tú misma, eres una Bruja. Tú, creas tus propias reglas" «Comunicado W.I.T.C.H., Nueva York, 1968»
La organización de la comunidad femenina con el objeto no sólo de protestar, sino de llegar al poder que proponía W.I.T.C.H., está muy presente en la reciente revisión de Suspiria (2018) de Luca Guadagnino.
Es interesante compararla con la original que rodó Dario Argento cuarenta y un años antes. La icónica película de Argento es un macabro cuento de hadas donde las brujas cumplen la función de monstruo, referida al inicio del texto, y en la que la protagonista, Suzy Bannion (Jessica Harper), era sólo una víctima del aquelarre.
En la revisión de 2018, Susie (Dakota Johnson) crece a medida que se integra en ese colectivo de mujeres trabajadoras y poderosas de la academia de danza y es en ese ambiente femenino donde descubre su verdadera naturaleza. Naturaleza no adscrita a la moralidad imperante que en su hogar (religioso y machista) le habían impedido liberar. El empoderamiento de Susie llega a través de la danza, una actividad que implica tener el control sobre el propio cuerpo. Y será la danza conjunta de todas las bailarinas la que desate el poder de invocación de las tres madres, las deidades femeninas a las que rinden culto.
En el mismo año de la revisión de Suspiria se estrena Nación salvaje (2018) de Sam Levinson. Situando la historia de Lily y sus amigas en Salem, se crea un deliberado paralelismo entre el grupo de adolescentes y las mujeres enjuiciadas por brujería en esa localidad en los famosos juicios de 1692. Ellas no son perseguidas por una presunta devoción a Satanás, pero tienen en común con aquéllas el vivir en una sociedad instaurada en la doble moral donde no importa qué es verdad, sino encontrar un individuo a quien echarle la culpa de los problemas generados por todo un pueblo.
El historial de la actividad digital de buena parte de los habitantes de Salem se hace público por la intervención de un hacker anónimo. En la psicosis por encontrar al culpable, la masa enfurecida toma por verdad el rumor y la acusación sin fundamento (como pasó durante la caza de brujas por las autoridades religiosas) de que la responsable es Lily (Odessa Young) y de paso sus tres amigas, Bex (Hari Nef), Em (Abra) y Sarah (Suki Waterhouse). Sus colores saturados, los momentos musicales y el montaje a veces fragmentado, similar a los de un banner publicitario de una página web, le dan un aspecto de intrascendencia y puro entretenimiento a esta película que es mucho más que eso. Igual que un aquelarre de brujas, las mujeres salen a la calle en pie de guerra unidas en una lucha común.
Casi cien años separan Haxän. La brujería a través de los tiempos (1922) de Benjamin Christensen de Nación salvaje y, sin embargo, ambas ponen el foco en el mismo lugar: la mujer como chivo expiatorio de los males de una sociedad disfuncional liderada por el heteropatriarcado. Christensen estudió el tratado Malleus Maleficarum (martillo de las brujas), publicado por primera vez en Alemania en 1487, que fue utilizado por los inquisidores durante la caza de brujas, y filmó este documental, estructurado en siete capítulos.
El crítico Jesús Palacios considera que es la primera película de exploitation o cine mondo por la crudeza en el retrato de la violencia y la constante exhibición de desnudos y escenas eróticas. Los complejos efectos especiales para la época permiten al director recrear los episodios más fantásticos de las supersticiones sobre las brujas como los vuelos en las escobas y las apariciones del diablo.
Benjamin Christensen pone de relieve aspectos de la caza de brujas que ha incluido la cuarta ola del pensamiento feminista como es la crítica al capacitismo, dejando de manifiesto que la enfermedad mental y el aspecto físico de una mujer jorobada, tuerta o con párkinson, podía ser motivo suficiente para acusarla de brujería.
En los cuentos de hadas se ha establecido durante mucho tiempo la correspondencia entre belleza física y bondad, y su contrario: aspecto físico diferente con maldad. Las brujas de las películas de Disney como Maléfica de La bella durmiente (1959), Úrsula de La sirenita (1989), o la reina de corazones de Alicia en el país de las maravillas (1951) no encajan en el canon estético de las protagonistas de sus cuentos.
La mujer que no sigue en la norma estética es automáticamente identificada como bruja, pero también existe otro estereotipo: el de la bruja seductora. La mujer que despierta el deseo se hace ver como culpable por los estamentos machistas. En Anticristo (2009), Lars von Trier presenta una versión moderna y oscura del Génesis de la Biblia cristiana, donde Ella (Charlotte Gainsbourg) se retrata como un ser naturalmente malvado y aniquilador frente a la superioridad moral de Él (Willem Dafoe), en un jardín del Edén terrorífico. La brutal automutilación genital de Ella se puede leer en este contexto como el castigo que el pensamiento misógino sostiene que merece el sexo femenino.
Ese "pecado original", herencia de la religión, también se aborda en Dies Irae (1943) de Carl Theodor Dreyer y en la fabulosa La bruja: una leyenda de Nueva Inglaterra (2015) de Robert Eggers. En ambas películas, la fe cristiana marca el recelo de la suegra y madre, respectivamente, de las dos presuntas brujas. Tanto Anne (Lisbeth Movinla) como Thomasin (Anya Taylor-Joy) van a cargar con la culpa de las desgracias que las rodean, a pesar de no ser ellas quienes las desencadenan, y ambas terminarán convirtiéndose en la bruja que no eran al principio.
Pero hay una gran diferencia entre lo que motiva la conversión de Thomasin y la de Anne. Cuando Thomasin se ve sola en el mundo y sin familia, rompe con una religión que la maltrata y se libera, su imagen desnuda acercándose al aquelarre al que entendemos se une, es una vía para tomar las riendas de su propia vida. La bruja queda libre y sin ataduras, algo que habría sido inaceptable setenta años antes cuando se estrenó Dies Irae, donde lo que desencadena el contacto de Anne con la brujería es el amor romántico.
El mito del amor romántico es otra de las batallas del pensamiento feminista que se ha forjado también a través de las películas de brujas: presente en la trama central en la icónica Me casé con una bruja (1942) de René Clair y en el subtexto del drama adolescente de Jóvenes y brujas (1996) de Andrew Fleming.
La directora Anna Biller escribió y dirigió The Love Witch (2016), un revulsivo del amor romántico protagonizado por una bruja que deja un rastro de cadáveres masculinos en el intento de encontrar ese amor perfecto. La bruja Elaine (Samantha Robinson) prepara amuletos con tampones y sangre menstrual ("las mujeres sangramos y es algo maravilloso"), es artista y adora a una diosa espiritual. Sin embargo, todos sus esfuerzos se centran en su belleza y en la búsqueda de un amor que no progresa más allá del deseo sexual exacerbado. La explotación de su belleza, no para su propio disfrute, sino como vehículo para enamorar a ese príncipe azul, hace que se convierta en un objeto ante sí misma y ante los ojos de los demás. Anna Biller se encargó personalmente del vestuario, el atrezo y la decoración, dotando así a la película de una estética muy personal, rodada en 35mm, que se parece deliberadamente a películas de cine clásico en Technicolor.
La bruja ha evolucionado desde el personaje secundario y plano al que nunca se le permite ganar en la historia —bien por malvada o bien por víctima— hasta convertirse en el centro de la narración e incluso ganar en el desenlace sin importar la moralidad o inmoralidad de sus motivaciones. El lugar que puede tener la mujer delante de la pantalla (y tras la cámara) es el reflejo del lugar que ocupa en la sociedad y si ha sido (y es) complicado encontrar mujeres en papeles protagonistas, autónomas del hombre, sexualmente liberadas sin ser juzgadas por ello, diversas en aspecto físico, edad, raza o sexualidad, el caso de la bruja es más difícil todavía, puesto que reúne muchos (a veces todos) de esos aspectos que el cine male gaze no contemplaba.
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