Horda.


Él mira el reloj: las ocho y cuarenta y dos de la mañana. Bastante gente en el andén. El tren debería haber pasado, y cuanto más se retrase, más tarde va a llegar él. A un lado, un hombre con traje, al otro, una mujer en los sesentas tiene el bolso pegado contra su pecho. Un gran número de personas se vierte por las escaleras, viniendo seguramente de la otra línea, y rellena los espacios vacíos que quedaban en el andén. La misma mierda de todas las mañanas.

Se escucha el tren, que todavía se tomará su minuto largo en llegar a la estación, parar y recibir a todos los que suben. Las ocho y cuarenta tres, no, y cuarenta y cuatro. El rugido del motor llega hasta él y pasa de largo, y tras las ventanas, él puede ver que el tren no está vacío, ve todos los asientos ocupados, pero por suerte hay espacio para estar de pie. Mientras la máquina se detiene, todos están preparados. Los listos, los que ya saben, esperaron donde ahora se han detenido las puertas. Siempre lo mismo, se formaría el pasillo para dejar pasar, y después, la disputa. Todos fingen que con ellos no va la cosa, como él, pero igual que él, todos deben de querer entrar cuanto antes, porque aquí, el que no corre, vuela, el que no vuela, empuja, y el que no hace nada, no entra en el tren. Dos personas dejan el sitio libre dentro, se abren las puertas. Él es el segundo por el lado derecho del pasillo, lo que significa que, dependiendo de cómo salgan los que salen, entrará tercero o cuarto. Podría tener posibilidades de sentarse. Él entra dentro el tercero, pero los dos primeros estuvieron listos, así que estará veinte minutos de pie, porque no fue lo suficientemente rápido.

El vagón está lleno. Él se agarró a la barra que está en el centro a metro y medio de la puerta, y la marea de gente avanzó por su derecha e izquierda. Cuando el vagón forma dentro una barricada humana para todo el que quiera entrar, los que se quedan fuera siguen presionando, y envían a todos un paso más lejos. Él todavía se sujeta a la barra central, pero con el brazo completamente recto. De hecho, ni siquiera ve la barra que agarra, debido a los cuerpos en medio. Ni siquiera puede cambiar la postura.

Las paradas avanzan. Pocos bajan, algunos suben. Él tiene calor, pero no es momento de quitarse el abrigo, porque no hay espacio, porque dejaría de agarrar la barra. No es que importe en un tren tan lleno, pero él se siente mejor aferrándola. Aprieta la barra sudada aún más fuerte. No establece contacto visual con nadie. Un hombre calvo de baja altura, la mujer del bolso detrás de él, un hombre barbudo y alto. Un chico, a dos personas de distancia, toca repetidamente la pantalla del móvil, que por espacio la tiene a la altura de su cara. Él levanta la cabeza para intentar ver la hora en la parte de arriba. Las nueve y dos. Ya debería estar allí. El chico del móvil sigue tocando continuamente el mismo punto de la pantalla, un mensaje suyo que no termina de enviarse. Si trata de reenviarlo, significa que no hay cobertura.

Él se prepara; la próxima parada es la suya, el pequeño infierno de todas las mañanas va a acabarse. El tren pita y baja su velocidad en seco, un frenazo que le hubiera apretado contra el que tiene detrás de no haber sujetado la barra, y que ha logrado hacer mover un paso a la masa de gente. Había frenado en pleno túnel, pero ha vuelto a seguir con normalidad. Él avisa a la mujer de su lado de que va a bajarse, pero ni siquiera reacciona, el único que parece disponerse a dejarle pasar es el chico del móvil. No importa, al final, la gente siempre se aparta a empujones. El tren comienza a frenar, esta vez gradualmente, y la oscuridad del túnel se transforma en la luz de la estación.

Pero la gente en la estación no se encuentra quieta. Caminan, no, corren, y con los brazos levantados. No esperan estratégicamente en los lugares en los que van a detenerse las puertas, sino que están corriendo en la misma dirección, ¿persiguiendo al tren? Algunos se quedan atrás, otros pasan de largo, directos a los vagones más adelante, están empezando a golpear las ventanas. Él mira sus caras... están desesperados.

—¿Qué coño pasa? —dice el hombrecillo calvo, cerca de la puerta.

Pero nadie le contesta. Ese hombrecillo, vestido con abrigo caro, mira con recelo la marabunta de gente que todavía da manotazos al tren. Imponen respeto pero él ha de bajarse, deberían ser las nueve y cinco y llega tarde. Avisa a la gente para que le dejen pasar, empuja, pero están más pendientes de los otros que de él. Avanza como puede hacia la puerta. El abrigo le asfixia. Las puertas se abren, y la gente de fuera entra, se agolpa, sin dejarle a él siquiera salir, y empujan a todos contra las ventanas del otro lado. Un hombre de fuera se coloca frente a él y le empuja hacia dentro con fuerza, él mira al hombre, tiene la cara desencajada.

—¡Que quiero salir! —grita él al hombre.

Pero el hombre, que está temblando, le niega con la cabeza. Todavía queda gente fuera que sigue presionando. Codazos dentro. Empujones fuera. Los que lo ven imposible en esta puerta, corren a por otra. Él hace fuerza hacia el exterior, todavía con la esperanza de salir, pero son demasiados.

—¡Ya están aquí! —dice uno.
—¡Por favor! —gritan fuera.

Más allá de los que empujan fuera de la puerta, en el pasillo que conduce al exterior de la estación ha aparecido más gente, con una extraña actitud. Algunos tienen la ropa manchada de sangre.

—¡Tengo hijos! —grita una mujer fuera.

La gente recién llegada camina deprisa, con dificultades, hacia los que intentan entrar. No son gente corriente. No se mueven con normalidad, pero él casi no puede verlos. Gritos. Hay gritos. Gritos contagiados entre los que todavía hay fuera, entre los que han logrado entrar por poco, y los que miran desde las ventanas. Grita el hombre de la cara pálida que él tiene delante. Gritos en las puertas contiguas, a la derecha y la izquierda, y mucho más allá a lo largo del tren. Todos, en todas las puertas, quieren entrar. Ahora, toda la gente de fuera se está empujando entre sí, menos una persona, que intenta agarrar al último que pudo entrar, un chico de chaqueta amarilla, y echarle del tren para ocupar su lugar. Hay tanta gente que la presión le duele a él en el pecho. ¿Y la señora de sesenta, la del bolso? Los que están más cerca de la puerta tienen ahora la cara desencajada también, mueven los brazos, gritan al conductor del tren que arranque ahora mismo. ¿Acaba de ver él sangre, más allá de las cabezas de la gente? Ha sido sangre, sí, que ha saltado dentro del tren y ha caído cerca, encima de alguien.

Hay tanta gente gritando que no se puede escuchar nada, ni siquiera el pitido de las puertas que no pueden cerrarse. Él escucha gritos de dolor fuera, de dolor real, de terror. Ahora, los que están más cerca de la puerta empujan a patadas a los que faltan por entrar. ¡Patadas! Entonces él lo ve con claridad, cómo había una persona, con un aspecto horrible, que tenía un trozo de carne cruda, todavía sanguinolenta, en la boca. ¿Acaso quieren matarles? Gritos. Empujones. Las puertas quieren cerrarse, los de fuera intentan evitarlo. Los de dentro empujan y golpean a los que hay fuera. Gente con ropas de sangre. Las puertas intentan cerrarse continuamente, pero si no se cierran todas a la vez, en todo el tren, todas volverán a quedarse abiertas. La gente ensangrentada ataca a los de fuera, hay sangre en una ventana, no es ninguna tontería. Varios lloran. Muchos gritan. Les están matando, dice uno. Una mujer acaba de dejarse la voz preguntando al cielo qué está pasando. Es cierto. ¡Les están matando de verdad!

Alguien ha agarrado una de las puertas, brazo y cara repletos de sangre, una mirada que ve sin mirar, e intenta llevarse al chico de amarillo otra vez, trata de morderle el cuello. Patadas. La mano de sangre se resbala de la puerta, las puertas vuelven a cerrarse otra vez, y esta vez, se cierran de verdad. Los gritos no cesan. Entre toda la gente, él apenas puede llegar a ver por las ventanas los cádaveres acumulados en el andén. Sí puede ver la sangre, y ha visto a alguien que todavía caminaba a duras penas y miraba el tren, extendiendo la mano. Un cuerpo que intentó subirse al tren por fuera ha caído. Hay muertos ahí, en su parada. A parte de los gritos y los llantos, en el tren hay silencio. Varios de esos gritos seguro que eran frases con sentido para muchos de los que los pronuncian. Alguien cerca no puede coger aire. ¿Entonces, él no irá a trabajar hoy? Los que le impidieron salir estaban huyendo de la gente ensangrentada, y los que no corrieron, no volaron y no empujaron lo suficiente, no pudieron huir.

Él todavía ve la imagen del ensangrentado que tenía en su boca el trozo de carne. Él sacude la cabeza y mira a los que tiene a su alrededor. El hombre de la cara desencajada, el chico del móvil, que sigue cerca de él, el hombre barbudo a su izquierda, el hombrecillo calvo del abrigo, que conservó su puesto, cerca de la puerta. Alguien que llora. Una chica que hiperventila en la puerta, junto al chico de amarillo, que está temblando. Varios tiemblan, de hecho. No ve a la mujer del bolso.

El hombrecillo calvo llama la atención de todos y levanta el brazo, señalando al chico de amarillo a su lado.

—Le han mordido —dice.

Sigue señalándole, moviendo la mano con obsesión.

—¡No me han mordido! —dice el chico.
—¡Tienes la herida de una de esas cosas!
—¿Y qué, viejo?

La gente se mira entre ellos. Miran al chico de amarillo. Al lado del chico, la chica, también en la puerta, está a punto de sufrir un ataque de pánico. Él no puede ni moverse para ver mejor.

—A este chico le han mordido —dice el hombrecillo —. ¡Esa gente loca tenía cara de enferma! ¿Y si le han contagiado?
—¡No es verdad! —grita el chico—. ¡Esto sólo es un corte, cállese la boca!
—¡Si no te marchas, nos lo contagiarás! ¿Y tu mascarilla?
—¡No estoy enfermo!
—Que se baje a la próxima y ya está —dice una mujer con voz ronca—. Yo no me pienso bajar en la siguiente.

El hombrecillo todavía le está señalando, con el brazo hacia arriba.

—¡Es un peligro! —dice el hombrecillo.
—No sea tan exagerado, ¿quiere? —habla el hombre barbudo—. Si dice que es un corte, es un corte, lo importante es que esté bien. Ha tenido suerte.
—Niño —dice la mujer ronca—. ¿Qué acaba de pasar?
—No lo sé —dice el chico—. Sólo huimos.
—¿Estaban enfermos? —dice la mujer.

El chico de amarillo no contesta. La gente empieza a hablar, la mayoría haciendo preguntas retóricas. Él sigue escuchando llantos, y en el ambiente hay una sensación de vacío, de completo abatimiento, y de hecho, él todavía está asimilando que acaba de ser testigo de la muerte de decenas de personas. Sólo el hombrecillo calvo mantiene una energía elevada, incriminando al muchacho.

—¿Se quiere callar? —grita el barbudo—. ¿Es que no se da cuenta de lo que acaba de pasar?
—¡Cállese usted! —dice la mujer de voz ronca—. ¿Y si está enfermo?
—¡Han matado a gente, señora! Tenemos que avisar a la policía y volver para ayudar. Hay que dar media vuelta.

La velocidad aminora, señal de que el tren llegará inminentemente a la siguiente estación. Se percibe la intranquilidad de todos, incluso los que tenían el teléfono en la mano han levantado la cabeza para mirar. Tampoco habla nadie desde las puertas adyacentes. La oscuridad del túnel desaparece. Carteles publicitarios sobre pared marrón. No hay nadie en el andén, no hay nada, salvo un bolso y un zapato femenino. Él siente que algo no va bien, claro que no va bien. Aún así, para su sorpresa, el conductor del tren detiene igualmente el vehículo y abre las puertas. Les recibe un pasillo que tuerce hacia las escaleras del exterior de la estación.

—Bueno, qué —dice la mujer ronca—. ¿No quería bajar usted?

El barbudo no le contesta. Nadie baja. Nadie habla. Frente a la puerta, el pasillo que tuerce. Hay un charco oscuro en su suelo. Alguien, con la cara entera roja de sangre, aparece ante todos. Varios gritan, y él, aunque apenas pueda verle, ha estado a punto de hacerlo. El chico de amarillo, con una pierna fuera, agita los brazos y grita al conductor que arranque ya, y no es el único, porque él está escuchando gritos por todo el andén.

La persona ensangrentada avanza hacia el vagón. Detrás de ella vienen tres más, todos avanzan torpes, pero a buena velocidad. Los gritos se intensifican, incluso él ha empezado a gritar, el pitido de las puertas avisa de que van a cerrarse, él escucha un gemido a la altura de la puerta, el chico amarillo sale fuera, despedido, las puertas se cierran. Él ha visto claramente quién lo hizo. El joven de amarillo grita y golpea las puertas mientras la gente ensangrentada que venía a por nosotros le agarra y le tira al suelo. Él no ve nada más, pero el tren empieza a acelerar igualmente. Varios miran al hombrecillo calvo, el que le cogió del cuello y le empujó fuera.

—¿Qué coño? —grita uno.
—¡Acabas de matarle, hijo de puta! —grita el hombre barbudo.
—¡Era una amenaza, nos he salvado, estaba enfermo! —grita el hombrecillo.

Todos querían hablar, todos querían gritar, también él, porque lo había visto todo, había llegado a ver los ojos de auxilio del chico en el momento en el que le agarraron las manos con sangre. Nadie podía moverse pero hervían de furia, sobre todo él.

—Estaba enfermo —dice la mujer ronca—. ¡A lo mejor era necesario!
—¿Y si te empujamos a ti?

Psicópata, gritan por ahí. Muchos le increpan. Él también.

—¡Le has matado! —dice él—. ¡No había pruebas de que estuviese enfermo y le has lanzado a la muerte como si fueras un juez! ¡No, peor!

Él se sintió pequeño, siendo observado por la gente.

—Tienes razón, tío —susurra el chico del móvil.
—Hice lo que tenía que hacer —dice el hombrecillo atropellándose—, os acabo de proteger a todos.
—Voy a llamar a la policía —dice alguien más allá.
—¿Oyes eso? —dice el barbudo—. Vas a ir a la cárcel, si no te echamos en la próxima.

En la próxima. Él mira a su alrededor, busca una palanca entre las cabezas. Le cuesta ver cuando ni siquiera puede girar el cuerpo. Cada pequeño movimiento le hace notar el sudor debajo del abrigo. Al final, encuentra la palanca al lado de la chica que también hiperventila, la que estaba al lado del chico de amarillo. Una palanca que es un comunicador, no como la de más arriba, que pararía el tren en seco.

—¡Ey! —dice él—, la chica de la puerta, escúchame.

Ella mira, asustada, él ve la lágrima que le recorre la mejilla. Él habla.

—¿Puedes accionar la palanca que hay a tu lado? Vamos a decirle al conductor que no haga más paradas.

Ella tartamudea.

—¿Cómo? —dice.

Él se lo repite. Parece aturdida, congestionada, como si, sumado a todo lo que acaba de pasar, a todo lo que ha vivido en primera fila, hubiera cogido un resfriado. Al final, ella había visto cosas que él sólo podía intuir. Tras la palanca, se escucha un pitido que suena varias veces entre el silencio del vagón. Alguien dice en alto que no hay cobertura. Él sigue escuchando llantos. El conductor suena al otro lado del interfono para preguntar qué cojones acaba de pasar.

—Hola —dice él.

Hace una pausa. Mira alrededor, al chico del móvil, al hombre pálido delante, pero todos le miran a él o al suelo, nadie más habla, aunque todos pudieran contestar. Qué coño pasa, repite el conductor. El tren ya frena porque llega al siguiente destino.

—Escúchame, no pares en la próxima parada.

¿Por qué?, repite el conductor desde el interfono.

—¿Cómo que por qué, es que no has visto lo que está pasando?

Hay silencio en todo el vagón, también en los adyacentes. Nadie más había llamado antes que ellos. Está bien, dice desde el interfono, no pararé hasta llegar a la cochera de trenes, a siete paradas. Allí bajamos todos.

—Bien, gracias. Dígale lo mismo a sus compañeros, si puede.

Vale, dice. Se puede llegar a escuchar un lamento nervioso, por parte del conductor, antes de colgar la llamada. El aire dentro pesa. Está acelerando el tren. La mayoría de la gente mira hacia el suelo. Todos de pie, apelotonados. La chica de la puerta llora e hiperventila al mismo tiempo, y otra mujer, a su lado, la está intentando ayudar. El túnel da paso a la estación, que desaparece pronto por la velocidad. Él no vio nada, a nadie, ni sano ni ensangrentado, algo raro, porque era una de las paradas más importantes. El hombre pálido sigue mirando al suelo. Se escucha un llanto atrás. El hombre barbudo tiene la vista clavada en el hombrecillo calvo del abrigo, que mira al suelo, inquieto.

—¿Alguien tiene cobertura? —dice una mujer.
—¡No se envían los mensajes! —dice otro.
—No, no hay cobertura.

Ésta era una estación con cobertura.

—Tengo que llamar a mis padres —dice otra vez la mujer.
—He llamado a la policía varias veces y no hay señal.
—¿Pero cómo no va a haber señal, si el chaval ha hablado con el conductor?
—No lo sé, pero no la hay —responde.
—¡Tengo que hablar con mis padres, joder!

Cada frase lo hace todo más difícil de soportar. Él llevaba rato sin sacar el teléfono, principalmente por la falta de espacio, pero saberse incomunicado lo empeoraba todo. Sí querría contar a su madre o a su hermano lo que ha pasado, pero sólo cuando hubiera acabado todo. Pero no hubo nadie en la última parada, y en la anterior sólo vieron a gente ensangrentada. No es cosa de una sola parada. Su hermano ahora estará en la oficina, y su madre en el gimnasio. ¿Y si...?

—Estaremos bien —dice el chico del móvil, de pronto.

Varios le miran, pero el chico estaba hablándole a él.

—Puede, sí —dice él.
—Lo peor ya ha pasado. Sea lo que sea, la policía y los bomberos cercarán la zona y la controlarán, y nosotros hemos escapado, nos vamos lejos.

Él asiente, pensando en su familia. El chico del móvil sonríe, tiene una sonrisa cálida. La chica de la puerta sigue mal. Por su respiración, parece asma, algo sobre lo que la otra chica que la intenta ayudar no puede hacer nada.

—Hasta que no salgamos —dice él—, no sabremos qué pasa.
—Ya, ¿y mis padres qué? —dice la de antes.
—¿Vosotros les visteis, no? —dice la mujer ronca—. Realmente parecían enfermos.
—Las enfermedades no funcionan así —dice el barbudo—. Tiene que pasar un tiempo.
—Bueno, ¿y si fuera una enfermedad? —dice el hombrecillo calvo—. Si estuviésemos contagiados y empezáramos a pegárnoslo unos a otros, ¿qué nos impediría contagiarnos todos?

La mirada del barbudo es la de querer asesinar al hombrecillo. Él se preguntaba para qué servían estas conversaciones en estos momentos, más que para asustar a la gente.

—¿Por qué no esperamos a que haya síntomas? —dice él.
—¿Y si los hay? —responde.
—Se les aparta.
—¿Dónde?

Él coge aire y asiente en silencio. Sus pulsaciones suben.

—Se tendrá que parar el tren —dice.
—¿Y los echamos? —dice el hombrecillo—. ¿Y si el virus se contagia por aire? ¡Acabaremos todos...!
—¡Cállate de una puta vez, asesino! —dice él.

El hombrecillo mira hacia abajo, casi asustado, después de la frase.

—Lo que tenemos que hacer es reaccionar —dice él—. No podemos inventarnos escenarios, cuando algo pase, lo solucionamos, pero tenemos que estar tranquilos, tenemos... que trabajar todos juntos, ¿vale?
—Vale —susurra el chico del móvil.

Y no asiente nadie más aparte del chico. Él todavía siente la adrenalina en el cuello y los ojos, y mira hacia abajo, por si ello le calmara. Si mira hacia arriba, verá dos líneas de sangre que manchan el techo, o la mano sangrienta arrastrada en el límite de la puerta. Si mira a los lados, verá rostros desencajados como el del hombre pálido que tiene justo frente a él. Otra parada pasa, pasa deprisa, y él ve que había dos o tres figuras, pero no quiere imaginarse nada, no quiere imaginar formas de caminar torpes que no ha podido ver bien. Cinco más, y llegarían a la cochera, donde no habría pasajeros ni habría, por tanto, ninguna gente ensangrentada. Allí respirarían. Allí se podrían mover, podrían llamar a alguien, o no, pero podrían hacer algo. La chica de la puerta parece que está mejor, porque hace menos ruido. Está sentada, bajo la atención de la otra persona. Alguien, llorando, ha dicho que quiere irse de aquí. Él también quiere irse. Él también.

Tanto más adelante del tren como en la cola, también ha habido tensiones y gritos en el pasado, pero ahora está todo bastante callado. Bueno, no callado, es diferente. De todos modos, pensar en el final del tren a él se le hace imposible, habiendo tantos cuerpos por medio. Era tan cerca, pero con tantos cuerpos mediante, que parecía casi otra ciudad, un lugar distinto en el que no había silencio, sino una consternación débil pero apremiante. Casi no lo escucha. Adelante, más hacia la cabeza, se ha escuchado un único grito, pero fuerte, y tras el grito, esa consternación, la misma.

Él mira al chico del móvil, que hace tiempo que lo guardó, y le devuelve otra sonrisa. Qué chico más amable. Él le dedica la sonrisa más convincente que puede dar, pero no consigue mucho. Quizá siga pendiente de ambos extremos del tren. Han vuelto los gritos, bastante serios, de socorro, sobre todo en la cola.

 —Cariño, tienes sangre, tiene una pinta horrible.

Lo ha dicho la mujer que estaba atendiendo a la chica del ataque de pánico, que está sentada junto a la puerta, donde él no puede verla.

—¿Cariño?

Esa mujer desaparece de pronto. El hombrecillo calvo grita, grita también la mujer desde donde él no puede verla, todos se giran a mirar. Un zumbido, una alarma aguda recorre todo el tren, y éste pierde velocidad de forma súbita. Gritos de auxilio en la cola, de puro terror en la cabeza, y donde él está la gente se empuja hacia atrás, en una consternación silenciosa e intranquila. El tren sigue aminorando la marcha. La mujer atacada aparece de nuevo y vuelve a gritar, agónicamente, sin un trozo de nariz y sangre por todas partes, porque la chica de la puerta, la del ataque de pánico, se la ha arrancado de un mordisco. Todos se apartan como pueden de la chica, pero no hay espacio. Los empujones mueven a todos a través del vagón, todos quieren estar lejos, ponen a otros más adelante, la gente rota y se mueve, sin poder caerse, sin poder caminar. Ahora él está más cerca de ella, y la ve bien, parece ella, pero hay algo en su cara que no está bien, además de su sangre en boca y dedos, está en sus ojos, que mira sin mirar con ellos. Ella se abalanza contra la gente, la apartan como pueden, se abalanza contra el chico de la sonrisa, el tren acaba parando en seco de pronto, y los dos caen al suelo en el único hueco que se abrió a empujones. La gente levanta al chico y agarra a la chica, ésta araña e intenta morder todo lo que se acerca a su cara. El tren está quieto. Él se encuentra muy cerca de la chica ensangrentada, pero la palanca de comunicación, en la pared, está a su lado. Tira de ésta. Muchos gritos, tanto delante como atrás, y tras la consternación de aquí, también empieza a gritar la gente. Intentan contener a la chica, pero tiene más fuerza de la que parece, y sus brazos llenos de sangre son resbaladizos.

Suena el interfono. Él ni siquiera deja hablar al conductor.

—¡Abre las puertas, hay infectados dentro! —dice él.

Suenan los pitidos de aviso de apertura. Han lanzado a la chica hasta la puerta, y todas se abren en medio del túnel. Tranquilízate, le gritan algunos, que la echen fuera, gritan otros. Antes de que la chica fuera de nuevo a por ellos, el hombrecillo calvo la empuja afuera, ella cae, pero se lleva al hombrecillo consigo.

Él, por estar tan cerca de la puerta, puede asomarse a ver. El hombrecillo se separa de la chica en el suelo, arrastrándose con espasmos en los brazos, limpiándose la sangre de la piel y del abrigo, mientras que la chica no se mueve. No se mueve. Tiene el cuello sobre un raíl más adelante, y la cabeza descansa oculta tras éste. Podría haberse partido el cuello.

—¿Se puede saber qué cojones has hecho, salvaje? —dice el barbudo.
—¡Ha matado a otro! —gritan atrás.
—¡Yo no he matado a nadie! —grita el hombrecillo—. ¡Nos hemos caído!

Al lado de él, el chico sonriente se palpa el cuerpo. Tiene la camiseta rota y una herida recta y corta en el pecho, provocada por la chica. El chico se cubre la herida con la chaqueta y le mira a él, pero él da un paso atrás, más fuera del vagón que dentro. El hombrecillo en el túnel sigue discutiendo con el barbudo, pero alguien que corría le ha derribado al suelo. En los vagones de atrás, la gente no espera a que el tren vuelva a arrancar, la gente corre. También delante. Se oyen muchos gritos, y otros gemidos guturales. Detrás de los que corren, él ve a ensangrentados, e, igual que persiguen a los que corren, pueden entrar por otra puerta. No lo piensa demasiado y salta del tren.

—¡Corred todos! ¡Vienen hacia aquí!

Del tren se proyecta toda la luz que se pierde en las paredes negras. La gente corre, y él con ellos. Varios caen por la puerta que él tiene más adelante, y él se mete en las vías del sentido contrario para no pisarles. Luz al final, la siguiente parada, la única escapatoria, lejos. Los gritos resuenan más en este lugar. Gruñidos, sonido de huesos rotos, gente que corre, gente ensangrentada, gente desangrándose. Uno se abalanza sobre él de la nada y le hubiera atrapado de no haber tropezado con las vías. Él corre a toda velocidad por la pared del sentido contrario, va rápido, pero no a la velocidad que le gustaría. Resopla mucho, tanto que por momentos no escucha los gritos. No ve con claridad, hace tiempo que sólo reacciona, fija su vista en la luz de la próxima parada. Él intenta no mirar los cuerpos amontonados, la mayoría todavía vivos, que se agolpan bajo las puertas abiertas. Brazos extendidos. Juraría haber visto a la mujer mayor del bolso... pero eso era imposible. Era imposible. ¿No puede haber escuchado a una niña, verdad? Él no quiere mirar. En la cabina del conductor del tren hay una ventana rota de la que sale un brazo ensangrentado. Luz en la próxima parada. Muchos corren con él, y pasado el tren, sólo corre gente normal. La próxima parada.

—¡Joven! ¡Ayuda, joven!

Él ha podido distinguir la voz del hombrecillo entre los gritos del túnel, dos metros detrás. Él se gira rápido, apenas ve su forma al contraluz. Resopla extraño y sobre el abrigo puede distinguirse un último brillo de color rojo. Y así, él frena en seco y, sorprendiendo al hombrecillo, le empuja con todas sus fuerzas hacia atrás, haciendo que su abrigo se ensucie otra vez del polvo del túnel. ¿Ha reaccionado él instintivamente al verle el brillo de sangre en la ropa, o quería vengarse por lo que le hizo al chico de amarillo? Detrás del hombrecillo, dos personas ensangrentadas se han abalanzado sobre su cabeza calva a ras del suelo. Y, como esas dos, más de la gente ensangrentada ha superado el tren y persiguen a los que corren. Él distingue al chico sonriente, que tropieza muy cerca y detiene con brazos y rodillas a la mujer ensangrentada que se le echa encima. Ha podido empujarla lejos e incorporarse. Pero él se acerca al chico y le tira al suelo, él le golpea, y corre mirando hacia atrás para asegurarse de que la mujer ensangrentada vuelve a alcanzarle en el suelo. Ese chico ya estaba perdido antes de que tropezara, él lo vio, en el tren, sólo él. Tenía un corte. El chico debe quedarse ahí.

Y ese chico sonriente le grita, quizá le suplique, quizá llore de angustia, pero él no escucha. Bramidos en el túnel, gente ensangrentada cerca, luz al final, muchos corren, hasta la salida, y si no es suficiente, seguirán corriendo. Por las calles, por los túneles, aunque fallen las fuerzas, aunque haya que empujar a los débiles y a los que tengan algún corte para ganar algo más de tiempo. Correr. Luz. Gritos. Tumbos, golpes. Sólo hacia adelante. Los que no corran, no vuelen y no empujen, se llenarán de sangre.

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