Horda.
Él mira el reloj: las ocho y cuarenta y dos de la mañana. Bastante gente en el andén. El tren debería haber pasado, y cuanto más se retrase, más tarde va a llegar él. A un lado, un hombre con traje, al otro, una mujer en los sesentas tiene el bolso pegado contra su pecho. Un gran número de personas se vierte por las escaleras, viniendo seguramente de la otra línea, y rellena los espacios vacíos que quedaban en el andén. La misma mierda de todas las mañanas. Se escucha el tren, que todavía se tomará su minuto largo en llegar a la estación, parar y recibir a todos los que suben. Las ocho y cuarenta tres, no, y cuarenta y cuatro. El rugido del motor llega hasta él y pasa de largo, y tras las ventanas, él puede ver que el tren no está vacío, ve todos los asientos ocupados, pero por suerte hay espacio para estar de pie. Mientras la máquina se detiene, todos están preparados. Los listos, los que ya saben, esperaron donde ahora se han detenido las puertas. Siempre lo mismo, se formaría el pas