Sonrisa, luna.
Al cruzar el umbral del bosque pareció que ella avanzara kilómetros en el espacio, directa a la dimensión más desconocida. Nada le devolvía su negrura espesa, solo vacío, solo la negación más absoluta, por eso permaneció ahí unos segundos, indecisa. Los gemidos y pasos desorganizados de las vacas de la señora Josefina, las que aún no dormían, se deshicieron con la calma del bosque. Los fuertes ronquidos de su marido, Jeremías, se estrellaron contra las hojas de los pinos, que murmuraban con el viento, chocando unas con otras. Se preguntó si, de ladrar Laica a aquellas vacas para imponer orden y silencio, hubiera traspasado el sortilegio entre los troncos y hubiese podido escucharla. Porque nada del pueblo llegaba a ese lugar, estaba sumido en el más absoluto silencio. Aquella primera fila de árboles no solo acababa con todo sonido foráneo; la espesura de las hojas, la disposición de las ramas, el recorrido sinuoso de los troncos gruesos, bloqueaba el fulgor de las llamas de los fa